miércoles, 23 de septiembre de 2009

¿Nacer o renacer?

Comenzó como una chanza. Alguien por ahí, cansado de mis continuas referencias a un pasado lejano, me motejó como El Renacentista. El caso es que resulta peligroso atribuir apodos equívocos, pues no falta quien tomé ironía por halago. Difícil sentirse agraviado por un adjetivo semejante.

 

Compartiendo con un grupo de amigos la pasión por el pasado, decidimos salir del ámbito pseudo-intelectual de café a media tarde, riéndonos un poco de nosotros mismos, pero tomándonos secretamente en serio, para formar un nuevo referente en el ambiente cultural de la provincia, el MLR, Movimiento de Liberación Renacentista, promesa de futuro esplendor.

 

Nuestro plan, propósito, apuesta, es propiciar un renacimiento cultural en Antofagasta. Renacimiento, si, aquella palabra repleta de connotaciones. Si creemos en la circularidad de la existencia, esto ya ha ocurrido antes, ¿lo habremos logrado o no, en aquel pasado incierto? Por eso podríamos preguntarnos, ¿nacer o renacer?


 


La pintura que acompaña estas palabras es el famosísimo Nacimiento de Venus de Sandro Botticelli, maestro florentino del Quatroccento. La primera impresión que provoca ésta enorme pintura a quien ha tenido el privilegio de verla por sus propios ojos es de una coloración viva, intensa. Es el efecto del temple, la técnica usada para pintarla. La asimetría de la concha sobre la que Venus posa, la irrealidad de las olas, cede ante la impresión del conjunto. Y vaya qué conjunto. Venus, que no se había representado desnuda desde la época imperial, aparece en una típica actitud gótica, pero la sensualidad de la diosa es pagana, a la vez que radicalmente moderna: el Renacimiento mismo yace acá, congelado en su esencia, in fraganti. La diosa está flanqueada por personajes que le dan la bienvenida, pero no sonríen. No es coincidencia, en la misma sala de la Gallería Degli Ufizzi se verifica la misma seriedad en los personajes de La primavera. La belleza es algo serio para Botticelli. La oscura y boscosa tierra a la derecha es la isla de Chipre.

 

Lleva razón Botticelli, la belleza es algo serio, también el amor. Venus ― la diosa del amor y la belleza ― nace de la violencia elemental, del mayor de los crímenes: el parricidio. Urano, el dios del cielo, deidad primitiva, esencial, es asesinado por su titánico hijo Cronos, el tiempo. Ha sido necesaria que tal violencia ocurra lejos de nuestra vista para que la belleza aflore. Vasari ― a escasos metros de acá, en un mural del Palazzo Vecchio ―nos muestra el momento en que el hijo parricida castra a su padre, arrojando sus testículos al mar, donde se transfigurarán en  la diosa de cabellos dorados.

 

En La Interpretación de los sueños Freud decía que el mar representa gentes, multitudes, concordando con cierta interpretación teológica apocalíptica. En La Psicología de la Transferencia, C. G. Jung dice que el mar es el inconsciente indiferenciado, el no-yo.

 

Los vientos soplan hacia la diosa, llevándola a tierra. Ésta — lo hemos dicho — es la isla de Chipre, o sea, Kýpros, palabra griega de la que se deriva el latín cuprum, y a su vez, nuestro castellano cobre. Y es que la isla era la tierra de aquel metal en la época clásica, al igual que lo es la nuestra hoy. Mira por la ventana, casi es posible verla flotando sobre las olas. Demos la bienvenida a la diosa del cobre, pues la tierra metalífera que un día la cobijó, la puede ver renacer.

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