jueves, 22 de octubre de 2009

Nadie es tan Cínico






En una de las Estancias de Rafael, en el corazón del Vaticano, yace congelado otro momento renacentista. Un enorme mural asombra al visitante, una obra que marca un comienzo, y el principio de un final, La Academia de Atenas. En ésta obra, al decir de John Ralston Saul en Los Bastardos de Voltaire, la Humanidad, en manos de Sanzio, alcanzó un anhelo que buscó por siglos: la imagen perfecta. Ya desde Duccio de Buoninsegna - orgullo del arte sienés - el cerco se había estrechado. Habíanse develado lentamente los secretos de las dimensiones y perspectivas, composición y equilibrio que buscábamos desde las cavernas. El mismo Duccio en su impresionante Maestá - hoy en el Museo de la Ópera del Duomo en Siena - corrige sobre la marcha, observa y aprende, y se aproxima. 

Y así llegamos a ésta soberbia imagen, en la Stanza della Signatura, cuyas imágenes ofrecen la mixtura del Helenismo y el Cristianismo. La interpretación de la obra es de sobra conocida: Delante de una arquitectura a lo Bramante, Platón y Aristóteles avanzan al centro de la escena, en el punto de fuga, rodeados por una serie mas o menos identificable de filósofos de la antiguedad - divididos en dos niveles - y no todos, por cierto, contemporáneos. Por acá Ptolomeo, por allá Heráclito, sin duda, pero nos parece ver allí a Parménides, o por allá Hypatia, o Jenofonte o Epicuro. Cada ser una historia, un mundo, un legado. Pero ésta vez sólo me detendré en uno de los personajes, con el que Aristóteles podría tropezar. ¿Ves aquel anciano arrojado despreocupado sobre los escalones?, es Diógenes de Sínope, para la mayoría sólo Diógenes, el del tonel, el Cínico.

Cínico es uno de aquellos términos calumniados por el Cristianismo, al igual que lo son ocio, sexo, o sofista. Kynikos es un apódo que la gente usaba con Diógenes y su maestro Antístenes, y viene de Kyon, perro. Los Kynikos eran los aperrados, desvergonzados que despreciaban las formas sociales, el dinero, y la propiedad. Diógenes era un perro, noble y salvaje, que puso en su lugar a Alejandro Magno, que rehuía del reconocimiento y de los nacionalismos. Fue el primer cosmopolita, y vagando por el mundo entonces conocido, fue el primer patiperro.

Hoy nadie es tan cínico. Venía pensando justamente en ello ayer, cuando al pasar frente al Hogar de Cristo tomé la siguiente fotografía:


¿Así se vería Diógenes hoy?. La túnica ya no cae por las escaleras de blanco mármol, la mirada no se eleva por sobre el gentío. Diógenes se fugaba por arriba de su medio y de su tiempo, fingiendo y enseñando a no necesitar, despreciando a los ciudadanos ávidos de riqueza o gloria. Éste hombre, en cambio, ha caído, extravía su mirada en su propia miseria que funge como derrota, su mirada es su historia, y pesa como un saco vacío. Sus bolsillos están tan carentes como los de Diógenes, pero a nuestros ojos su miseria ya no yace cubierta por el manto de la superioridad moral. Y es que es una pobreza sin discurso. Ante nuestros ojos solo encontramos fracaso, pues lo único que valoramos, junto con el vagabundo, es el logro social y económico. Hemos perdido la inocencia. Junto a Diógenes, nosotros también hemos sido expulsados de la Academia, hemos rodado por las escaleras hasta volvernos cínicos, hambrientos esclavos de nuestros deseos.

jueves, 15 de octubre de 2009

Campamento minero




En los buenos y viejos tiempos, la humanidad ya era capaz de crear, junto a monumentos de belleza irrefutable, que adornaban ciudades llenas de vida y placeres, lugares donde vivir era un tormento. Ya en la República - no me pregunten cual, ustedes saben, La República - el lugar para ladrones, asaltantes de caminos, asesinos y violadores afortunados - es decir, vivos -, se encontraba allá, lejos de la opulencia de los frescos jardines, los foros gloriosos y las fuentes de agua cristalina. Las cárceles no existían y nadie se cuestionaba acerca del valor de la libertad. Salvo algunos importantes prisioneros, enemigos del estado, - como Vercingétorix, Yugurta, que pararon en el Tullianum, hoy Carcel Mamertina, antes de ser exhibidos y ejecutados en público - el destino de los condenados eran sólo dos, la galera, - y remar como chusma hasta morir - o la Damnatio ad Metalla, que ahora pasó a explicar.

La Damnatio ad metalla era la condena por un delito público consistente en trabajos forzados en las minas del imperio, y de por vida. En Hispania primero, y luego mas lejos, en los infernales desiertos fronterizos, los mineros trabajaban para el Estado hasta morir. En aquellas soledades infernales, darse a la fuga alejándose del campamento resultaba en una muerte segura. A pesar de ello los condenados - que según toda evidencia morirían en los túneles y canteras en que laboraban sin protección alguna -, intentaban huir cada vez que podían.





Hoy, los mineros tienen mas fortuna. Todos los viernes en la tarde, los aeropuertos de Calama y Antofagasta están atestados. Los pasajeros se agolpan en escaleras y salas de espera. Se trata de cientos de mineros que viajan a su tierra, a los brazos de sus familias y amigos. Es una fuga masiva: huyen. Los que no pueden volar, cuentan con los buses interurbanos, que redoblan su oferta ése día. 

¿Pero por qué huyen?. Nadie los ha traído a estos desiertos contra su voluntad, no han cometido delito ni han sido separados de sus familias por ello. El caso es que permanecer acá, en éstas Metalla, sigue siendo un castigo. Antofagasta y Calama son ciudades sin comodidades, sin identidad, sucias, desarrolladas sin planificación, faltas de cariño, sin plazas, parques o lugares de esparcimiento adecuados, son, sin mas, meros campamentos mineros hiperdesarrollados, donde todos vienen a trabajar y muy pocos a vivir. 

¿Hay algo por hacer?, si, y mucho. Ésa es la tarea, que vivir acá no sea un castigo, sino una opción, que el centro del mundo, los afectos, la familia, los amigos, estén acá, y no allá lejos, donde el pensamiento vuela cada fin de semana.                                                                                                   

jueves, 8 de octubre de 2009

Llegando los bárbaros II



Y bien, quedaba algo por decir. La lucha entre la barbarie y la civilidad, entre instinto y conciencia, se libra en lo mas profundo de nuestro ser. Una pintura que explora ésta crisis del alma propia y colectiva es la acá reproducida, La batalla entre el Carnaval y la Cuaresma de Pieter Brueghel, el viejo. En las calles de un pueblo rural, se libra una frontal batalla entre orden y caos, la fiesta y la aspiración a la santidad. En el ángulo superior derecho, puede verse la mole gris de una iglesia, en tanto al costado izquierdo la posada ofrece diversos manjares tentadores. En primer plano, sobre un tonel y blandiendo un enorme pinche con trozos de cerdo, el obeso Carnaval planta batalla a la escuálida Cuaresma, quien sostiene una paleta con dos arenques, única arma que porta sobre su penoso carro. Bajo éste cuadro podrían transcribirse los siguientes versos de un casi desconocido poeta hindú del siglo VII, Bhartrihari:

Hacia la vida mundana me atrajeron de nuevo los deseos terrenales.
pasó el placer terrenal, nuevamente me cubre el hábito de monje.
como un niño juguetón, juega conmigo la doble ansia.

Tratándose de una batalla en el espíritu, es, ha sido, y será. Se trata de polos del alma, inseparables, interdependientes y eternos. Están en el centro de nosotros mismos, y como el pozo que ocupa el centro de la escena, alrededor del cual las diversas procesiones giran, es la que da vida al pueblo, es decir, a nuestra propia existencia. Por tanto, es una batalla creadora, genésica, provechosa en su confusión. 

La clave de todo el cuadro, según creo, se encuentra justo al costado izquierdo del pozo, en la persona de dos paseantes incógnitos. Éstos, que se encuentran en medio de las procesiones cristianas y profanas, parecen buscar una guía en medio de tal confusión, y siguen al bufón que porta la antorcha, sin percatarse aparentemente de que es de día y de que se trata precisamente de un bufón. Brueghel opina - como Bhartrihari - que nuestras pretensiones siempre serán burladas por el niño juguetón de la doble ansia. 

¿Estarán en lo cierto?.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Llegando los bárbaros I



En las Estancias de Rafael hay una obra, titulada Encuentro entre el papa León El Grande y Atila, por costumbre atribuida al de Urbino de lo que algunos modernamente dudan. La obra ensalza el momento en que León sale al encuentro del legendario Rey de los Hunos, convenciéndolo - con argumentos nunca bien aclarados entre los que se conoce el pago de una fuerte suma de dinero - de no atacar Roma. El éxito de tal misión papal fue - era que no - atribuido a un milagro, y estimuló por siglos la imaginación de los artistas, llegando mas tarde Algardi a tallar su Atila expulsado por el Papa León I El Magno, lo que resulta, a todas luces, ridículo.

Pues bien, Rafael divide la escena entre claridad y luz. De un lado el Papa y su comitiva, toda luz y serenidad. Sobre ellos, los santos Pedro y Pablo se aproximan desde el cielo. Hacia la derecha, en cambio, la escena es convulsionada, el cielo se oscurece formando una suerte de cabeza perruna, los caballos se encabritan, los rostros de ferocidad que se asoman desde el enorme ejército parecen hablar de una fuerza maligna imposible de contrastar.

Los historiadores modernos están de acuerdo que Atila no entró en Roma por propia conveniencia, no porque haya sido convencido por el papa. Sus tropas estaban cansadas de luchar, la batalla de los campos catalaunicos habia sido durísima y además, debía volver a sus tierras por problemas internos. Pero hay otro motivo por el cual - tal vez - Atila no quiso saquear la ciudad.


Y es que los bárbaros no están sólo donde se suele pensar. Atila, a la edad de 13 años marchó a Roma como rehén amistoso, es decir, en una calidad equivalente a la de un moderno alumno de intercambio. Aprendió a escribir y leer latín y griego y luego de 4 años se hizo con un importante acervo de historia y costumbres romanas. Era un hombre de cultura superior para su época. Pienso que es posible que considerara su grata estadía en Roma, que recordara todo lo allí aprendido y que - a última hora - no quisiera entregar a la hermosa ciudad al saqueo y la destrucción. A su vez, León I, el santo - primer Obispo de Roma en ser llamado Papa -, fue un feroz perseguidor de herejes priscillianos y pelagianos y de la secta rival de los maniqueos. Su santidad no pudo evitar que 3 años mas tarde la ciudad fuese saqueda por Genserico, hecho del cual Algardi parece olvidarse. Éste Papa era un bárbaro, y el bárbaro Atila, un hombre de cultura superior.

Tal vez convendría ver el mural como una expresión del alma humana, medio noble, medio brutal, donde lo noble suele ocultar lo bárbaro y el bruto, algo del espíritu santo.

¿Y qué se yo de crítica de Arte?



Una inscripción sobre el friso del Pórtico del Panteón, en Roma, atribuye su construcción a Marco Agripa, amigo y general del Emperador Augusto. Durante siglos la inscripción - que aún hoy puede leerse - evito cualquier duda sobre el mentor del soberbio edificio. Sin embargo, gracias a un investigación dirigida por Chedanne, sólo en el Siglo XIX pudo determinarse que la obra fue levantada en tiempos del emperador Adriano, sobre los restos del edificio original. Adriano, a diferencia de otros Emperadores, rehuía de efectuar inscripciones sobre sus monumentos, muchos de ellas magnificos, como la famosa muralla en Britania y el enorme templo de Zeús Olímpico, terminado por el en Atenas. 



Al otro lado del Tíber se alza - a su vez - otra obra monumental, la Basílica de San Pedro. El Friso sobre la entrada barroca no deja dudas de quien terminó las obras: In Honorem Principis.Apost.Pavlvs.V.Bvrghesivs.Romanvs.Pont.Max.An.MDCXII.Pont.VII. La innegable egolatría de los Obispos de Roma - grosera si se la compara con la virtú de Adriano - tuvo sin embargo un aspecto positivo. Ésta egolatría - que no era en absoluto privilegio papal - permitió el resurgimiento de la ciudad, y que los efectos del Renacimiento - que hasta ésa fecha se circunscribían a la Toscana - se expandieran por Occidente bajo las banderas de la Iglesia. Los predecesores de Paulo V, al arribar a la ciudad luego del cautiverio de Avignón, emprendieron, con el cincel y la espada, la renovación romana. Mientras la arquitectura triunfaba afuera, en los aposentos lo hizo la pintura. Por toda la península los ricos y poderosos llenaron sus habitaciones privadas con venus desnudas e insinuantes, que invitaban a la lujuria, mientras en los salones públicos y la iglesias, las escenas místicas y guerreras disputaban las murallas. los pintores buscaban satisfacer el gusto cada vez mas exquisito de sus mecenas y clientes, llegando con Rafael y Miguel Ángel a la perfección técnica.

¿Ése es el panorama hoy de la plástica?. Me temo que no. Quieres se relacionan con el pintor no son ahora ricos y poderosos ávidos de estímulo y gloria, dispuestos a aprender. No, ya no, ahora quienes mandan en el mundo de la pintura son los críticos de arte, y una enorme masa de marchants, historiadores y dueños de galerías, quienes ya no tienen un vínculo espiritual con la obra, sino uno salarial, puramente económico. La pintura ya no es una manifestación del espíritu humano, sino un producto para ser vendido. Ésta es una de las razones de la decadencia del arte plástico contemporáneo, y otro tanto podría decirse acerca de la literatura, si no fuera por los límites de un blog. Concordemos en algo: el genio y lo fascinante no se pueden administrar con el mismo criterio que una tienda de abarrotes. Yo no vendo ni compro pinturas, por eso soy libre de hablar sobre ellas. Eso es lo que sé de crítica de Arte.

jueves, 24 de septiembre de 2009

La danza fea


En 1923, nuestro país fue visitado por un ilustre filósofo alemán, ahora semiolvidado, Hermann Keyserling. El curioso e insomne Conde arribó justo para las celebraciones de fiestas patrias. Las autoridades locales - con la mejor intención - decidieron invitarlo a las ramadas del Parque Cousiño. El noble pensador quedó horrorizado. Hernán Godoy en su libro El Carácter chileno, al igual que Hernán Millas en Una Loca Historia de Chile recuerdan su impresión de la danza nacional: "Cuando mas violentamente es bailada, cuanto mas feos son los bailarines y, sobre todo, mas viejas y avellanadas y deformes las mujeres, mas castizo estilo se le encuentra... Ninguna de las telas pintadas por Teniers o Brueguel se halla tan por entero bajo el signo de la fealdad estilizado como la realidad de ésta fiesta", escribió luego de su visita.

Millas cuenta que el Conde sólo se tranquilizó cuando supo que el baile únicamente se practicaba para las fiestas patrias. Keyserling terminaba su recuerdo con palabras que podrían haber sido tomadas de algún diario de ésta semana: "El final es de un salvajismo tal que la policía tiene que intervenir, porque en su ebriedad los concurrentes transforman el lugar en un campo de batalla. A la noche siguiente ingresa a los hospitales una multitud incréible de heridos".

Keyserling propuso a nuestro país como el campeón del feísmo, al igual que los franceses del impresionismo y los alemanes del expresionismo. ¿Tendría razón Keyserling?. Veamos.



La pintura que precede éstas líneas es una obra de Pieter Brueguel, La Danza de los campesinos. Un aire de embriaguez atraviesa la fiesta popular, que ha tomado la calle. Aquí y allá. rostros animalescos, torpes, parecen girar sin control. La fealdad atrapa, fascina, la fealdad se puede compartir, no discrimina, no provoca envidias, es democrática. Humberto Eco en su Historia de la Belleza nos dice que al pasar de la Edad media a la moderna cambia la postura que se había mantenido frente al monstruo. Entre los siglos XVI y XVII, médicos como Ambroise Paré y coleccionistas de maravillas con Athanasius Kirchner no logran liberarse de la fascinación de las voces tradicionales, y junto a malformaciones perturbadoras, incluirán en sus tratados a auténticos monstruos, como la Sirena y el Dragón.

Sin embargo, el monstruo pierde carga simbólica y es visto con curiosidad naturalística, científica, como prueba de los misterios aún no revelados por la naturaleza. Brueguel hace evidente que el arte no se relaciona sólo con la belleza, sino con lo fascinos. Curiosidad precientífica, fascinación natural, espíritu democrático sostienen el pincel de Brueguel. El pintor estiliza la escena. Brueguel nos quiere decir que lo bello acá es el orden en su conjunto, redimiendo así la fealdad de los danzantes.

¿La vida colorida del bajo pueblo holandés que nos pinta Pieter Brueguel - y autores como Eco y Johann Huizinga en El Otoño de la Edad Media - es similar a la nuestra?.



Ésta obra es La Zamacueca de Arturo Gordon. Comparémoslo con La Danza campesina. Gordon es realista y no pretende idealizaciones, fue llamado en su tiempo el Goya chileno. Lo primero que llama la atención es la oscuridad. El baile se realiza en la penumbra y en el interior de un salón pobre. Los personajes se ven incómodos consigo y los demás. No hay risas, no hay besos. El único bailarín es un ebrio que se tambalea ante un mujer que mira hacia el pintor y parece querer huir. No hay alimentos sobre la mesa, sólo vino. No hay niños. El pintor no simpatiza, al igual que los personajes entre si. El baile y la gente es fea, es baile sin redención, degrada, ¿puede haber un contraste mas violento que el de ambas pinturas?. Pues si. Veamos ahora la representación más conocida de nuestro baile nacional, La Zamacueca de Manuel Antonio Caro.



Caro, un pintor costumbrista formado en Francia, hace un esfuerzo encomiable por dotar de belleza a nuestro baile nacional. más allá del enorme e impoluto trasero blanco del bailarín, de los rostros mas bien feos de quien asisten la escena, la profusión de colores confiere al cuadro una animación mayor que la versión de Gordon. Hasta se ha encargado de introducir un niño y un perro a la escena, para darle un aire familiar. La presencia de un ebrio que amenaza con interrumpir el baile es sin embargo inevitable, es demasiado omnipresente para eliminarla. Aquí la comida abunda y los rostros muestran una felicidad convencional, cierto savoir-vivre, y los bailarines, mucho charme. Allez, ¿no les parece que algo no encaja?.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

¿Nacer o renacer?

Comenzó como una chanza. Alguien por ahí, cansado de mis continuas referencias a un pasado lejano, me motejó como El Renacentista. El caso es que resulta peligroso atribuir apodos equívocos, pues no falta quien tomé ironía por halago. Difícil sentirse agraviado por un adjetivo semejante.

 

Compartiendo con un grupo de amigos la pasión por el pasado, decidimos salir del ámbito pseudo-intelectual de café a media tarde, riéndonos un poco de nosotros mismos, pero tomándonos secretamente en serio, para formar un nuevo referente en el ambiente cultural de la provincia, el MLR, Movimiento de Liberación Renacentista, promesa de futuro esplendor.

 

Nuestro plan, propósito, apuesta, es propiciar un renacimiento cultural en Antofagasta. Renacimiento, si, aquella palabra repleta de connotaciones. Si creemos en la circularidad de la existencia, esto ya ha ocurrido antes, ¿lo habremos logrado o no, en aquel pasado incierto? Por eso podríamos preguntarnos, ¿nacer o renacer?


 


La pintura que acompaña estas palabras es el famosísimo Nacimiento de Venus de Sandro Botticelli, maestro florentino del Quatroccento. La primera impresión que provoca ésta enorme pintura a quien ha tenido el privilegio de verla por sus propios ojos es de una coloración viva, intensa. Es el efecto del temple, la técnica usada para pintarla. La asimetría de la concha sobre la que Venus posa, la irrealidad de las olas, cede ante la impresión del conjunto. Y vaya qué conjunto. Venus, que no se había representado desnuda desde la época imperial, aparece en una típica actitud gótica, pero la sensualidad de la diosa es pagana, a la vez que radicalmente moderna: el Renacimiento mismo yace acá, congelado en su esencia, in fraganti. La diosa está flanqueada por personajes que le dan la bienvenida, pero no sonríen. No es coincidencia, en la misma sala de la Gallería Degli Ufizzi se verifica la misma seriedad en los personajes de La primavera. La belleza es algo serio para Botticelli. La oscura y boscosa tierra a la derecha es la isla de Chipre.

 

Lleva razón Botticelli, la belleza es algo serio, también el amor. Venus ― la diosa del amor y la belleza ― nace de la violencia elemental, del mayor de los crímenes: el parricidio. Urano, el dios del cielo, deidad primitiva, esencial, es asesinado por su titánico hijo Cronos, el tiempo. Ha sido necesaria que tal violencia ocurra lejos de nuestra vista para que la belleza aflore. Vasari ― a escasos metros de acá, en un mural del Palazzo Vecchio ―nos muestra el momento en que el hijo parricida castra a su padre, arrojando sus testículos al mar, donde se transfigurarán en  la diosa de cabellos dorados.

 

En La Interpretación de los sueños Freud decía que el mar representa gentes, multitudes, concordando con cierta interpretación teológica apocalíptica. En La Psicología de la Transferencia, C. G. Jung dice que el mar es el inconsciente indiferenciado, el no-yo.

 

Los vientos soplan hacia la diosa, llevándola a tierra. Ésta — lo hemos dicho — es la isla de Chipre, o sea, Kýpros, palabra griega de la que se deriva el latín cuprum, y a su vez, nuestro castellano cobre. Y es que la isla era la tierra de aquel metal en la época clásica, al igual que lo es la nuestra hoy. Mira por la ventana, casi es posible verla flotando sobre las olas. Demos la bienvenida a la diosa del cobre, pues la tierra metalífera que un día la cobijó, la puede ver renacer.